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6. EL FAROLERO

6.     EL FAROLERO

Cuando no existía iluminación eléctrica, el farolero era la persona encargada de encender los faroles de una población y mantenerlos en buen estado.

¿Os imagináis lo que ocurriría en esta época si, al llegar la noche, la calle no se iluminara? ¿Lo incómodo que sería ir por la calle al llegar la noche?  ¿Cómo nos las arreglaríamos para abrir la puerta de casa? En el caso de que se nos cayera alguna moneda al suelo ¿nos sería fácil volverla a encontrar?  No resultaría tampoco muy descabellado que, algún que otro ladronzuelo nos pudiera esperar en la vuelta de una esquina. El alumbrado de las calles, como el que tenemos en la actualidad, e incluso el que no fuera tan sofisticado, sin duda nos ha facilitado la vida a todos.

En tiempos pasados si al caer la noche tenías que desplazarte por el barrio solo necesitabas llevar un farol de mano (las linternas no existían entonces) y con ello ibas alumbrando tu camino en la oscuridad. Con el paso del tiempo se fue instalando el alumbrado público en la mayoría de las calles. Fue en este momento cuando surgió el oficio y la figura del farolero. Y esto fue así hasta que la instalación del alumbrado público eléctrico facilitó la vida de los ciudadanos.

A cada farolero se adjudicaba un determinado número de faroles y las calles en concreto a las que debía asistir. Debía encenderlos a una determinada hora en las noches oscuras, y en las de luna a la hora que se les señalara. Debía también acudir al amanecer por aceite y mechas para proveer a los faroles y mantenerlos limpios, lo que debía hacer a primera hora de la mañana. Para realizar su trabajo, los faroleros estaban provistos de un chuzo, un pito, una linterna, una escalera, una alcuza y paños. Respondían del estado de los faroles que tenían asignados debiendo pagar los daños que les causaran. En el caso de que los daños en este mobiliario urbano los produjera algún ciudadano y se le descubriera, se le impondría multa de 6 ducados la primera vez que se le sorprendiera dañando un farol y el doble la segunda vez. Además, los padres o tutores serían responsables de los faroles que sus hijos rompieran.

Su uniforme los identificaba: vestían un vistoso blusón de dril, que refulgía con la llama encendida en el extremo de su pértiga y se tocaban con una gorra con visera que les confería un aura seria de empleado en la función pública.

Su salario dependía de la voluntad otorgada por los comerciantes del barrio hasta que, más adelante, pasó a depender del Ayuntamiento o de la Cámara de Comercio de la localidad. La imagen más romántica de los faroleros ocurría durante la Navidad. En esas señaladas fechas, después de encender el alumbrado público, jalonaban las calles con felicitaciones navideñas que distribuían de casa en casa, ataviados con su mejor uniforme. Era la manera de conseguir el aguinaldo, una propina muy esperada.

A menudo, compaginaban su labor de farolero con la de guarda y según este encargo, debían estar vigilantes toda la noche desde el momento que se encendían los faroles hasta el amanecer. Entre sus obligaciones figuraban:

-Darse voces de unos a otros desde las once de la noche, diciendo la hora que era y el tiempo que hacía de cuarto en cuarto de hora, no valiéndose del pito, sino para reunirse cuando necesitaran de auxilio.
-Aprehender los malhechores o ladrones que encontrasen, depositándolos en la guardia, cuartel o cárcel más inmediata.
-Avisar cuando hubiere fuego en alguna casa, al dueño de ella y después a la guardia más inmediata, pero sin separarse de su puesto pues para todo debían pasar la palabra de unos a otros, como cuando algún vecino les pedía que llamasen al médico, cirujano o partera.

Ciñéndonos a la historia de nuestro país, y más concretamente a la de su capital, Madrid, hasta 1717, las calles y las casas se iluminaban con la luz que les proporcionaban los velones, las antorchas y los candiles.  Una escasa iluminación, a todas luces, valga la redundancia, que los maleantes aprovechaban a menudo, en la nocturnidad de las calles de la capital, para actuar y conseguir beneficios por medios ilícitos. Pensando en la defensa y bienestar de sus súbditos, el rey Felipe V ordenó que cada vecino de la Villa instalara un farol en la fachada de su casa, separado de la pared por al menos una vara. Estos faroles empleaban diversos combustibles, desde aceite hasta grasas o betunes. Los gastos y el mantenimiento corrían a cargo de cada vecino. Pero fu éste un polémico sistema que no funcionó.

Por ello, en 1765, Carlos III decidió instalar un sistema de alumbrado público en cada uno de los ocho distritos en que estaba dividida la ciudad que, a su vez, se dividían en barrios. Al final de su reinado, la mayoría de las capitales, ciudades y villas más importantes del reino disponían de este sistema de alumbrado en algunas de sus calles.

En un primer momento, aquella iluminación duraba sólo seis meses, desde octubre hasta mediados de abril, pero se acabó ampliando a los doce meses por razones de seguridad ciudadana. Fue en este momento cuando surgió el oficio de farolero, la persona responsable de encender las velas de sebo o el candil de aceite con una escalera. Los dueños de las casas quedaban de esta manera liberados de la limpieza y el mantenimiento de los faroles.

En esta época, en Madrid, el número de faroleros ascendía a 115, que cuidaban de 4.600 farolas, de las que a cada uno se asignaban 40 farolas para su gestión, en una ruta de calles determinada. Las farolas se colocaban a treinta pasos de distancia en plazuelas y calles anchas y, en las calles más estrechas, a una distancia de sesenta pasos. Antes de que cayera la noche los faroleros se reunían en la Puerta del Sol con los celadores, quienes les proporcionaban el material de trabajo necesario para su labor: lanza, escalera, aceite, mecha de algodón, guantes, gorras y una cesta con paños.

El trabajo cuotidiano de cada farolero consistía en subir a su escalera, limpiar los cristales y encender el farol. Esa era su rutina. Al amanecer debían apagarlos todos. Por este trabajo se les retribuía con un sueldo de tres reales diarios. En 1797 se crea el cuerpo de serenos, de los cuales algunos también se encargaban de encender faroles.

En 1835, el Marqués viudo de Pontejos, corregidor de la Villa, ordenó sustituir los faroles de candil por otros nuevos, de gas. El farolero los prendía con la mecha que llevaba en el extremo de su lanza… una operación en la que el viento jugaba un papel determinante. El alumbrado público funcionaba hasta las tres de la madrugada, encendiéndose las farolas todas las noches, menos las que hubiera claridad suficiente por la luna.

El oficio del farolero desapareció definitivamente a partir de 1930, fecha en la que se introdujo el alumbrado eléctrico. Y cuando, de forma rápida y sencilla, tan solo apretando un botón todos los faroles se encendían en un instante. Ya no podríamos verlos caminando por la calle, entre penumbras de luz de aceite o de gas, confundidos con sombras chinescas, ni podríamos escuchar el ruido de sus pasos o simplemente su afectuoso saludo con la mano y su “buenas noches”.

El paso del alumbrado manual que nos proporcionaban los faroleros al de la iluminación eléctrica, no estuvo en algunas ocasiones y ciudades exento de polémica y de intrigas y enfrentamientos. Al menos haremos una breve mención de lo ocurrido en Sevilla, cuando su Ayuntamiento en 1901 concedió al industrial de origen francés Edmundo Noel la fundación de una compañía de distribución eléctrica en la ciudad, Sevillana de Electricidad. Además de la oposición de la compañía Sevillana de Gas, el Ayuntamiento sufrió un duro hostigamiento de los faroleros, defensores indomeñables de su puesto de trabajo. El proceso de transición del alumbrado de gas al eléctrico dio lugar a multitud de huelgas y enfrentamientos violentos entre “faroleros” y “eléctricos” que se saldaron con varios muertos en las calles de Sevilla.   

Así, poco a poco llegaba la modernidad, hasta el día de hoy, en que no podríamos concebir nuestras vidas sin la luz eléctrica que gobierna nuestras calles, y nuestras casas, de día y de noche. Este oficio, como otros muchos, se fue perdiendo a causa de los avances tecnológicos, pero como el evolucionar no significa olvidar, nos complacemos con dedicarles este grato recuerdo. Hoy las cosas han cambiado mucho, ya no son como antes. Sin embargo algo de nostalgia nos queda a mucha gente que coincide en que “la magia de la luz de aceite o de gas no la tiene la luz eléctrica”.

No encontramos muchos dichos o refranes relacionados con el oficio de farolero. Quizás el más popular sea ese de Meterse uno a farolero”, que se aplica a alguien que “se mete donde le llaman”. O sea, lo mismo que uno “se metiera a cofrade sin portar vela”.

 

En la obra de “El principito”, Antóine de Saint- Exupéry, encontramos un personaje que desempeña el oficio de farolero. Resulta un personaje entrañable, que representa la lealtad y la responsabilidad y se gana el respeto y la amistad del principito porque cumple bien con su obligación: enciende un farol cuando empieza la noche y lo apaga cuando llega el día. Este compromiso lo lleva a una situación absurda en la que enciende y apaga el farol cada minuto, que es lo que dura un día en su planeta y no le permite hacer nada más. Este personaje nos hace reflexionar sobre el paso del tiempo. Por un lado, pretende enseñarnos que el hacer lo que uno debe, a veces, nos impide hacer lo que uno realmente desea; y por otro lado, nos muestra cómo los adultos nos encerramos en la monotonía del trabajo, de la que somos incapaces de salir, sin darnos cuenta de que los momentos perdidos no se recuperan jamás.

A la mayoría de las personas, incluso a las de edad avanzada, nos resultará fácil recordar aquella canción infantil, cuyo protagonista era un farolero:

“EL FAROLERO”

“La farolera tropezó
Y en la calle se cayó,
Y al pasar por un cuartel
Se enamoró del Coronel.
Soy el farolero de la puerta el Sol,
Subo la escalera y enciendo el farol.
A la media noche me puse a contar
Y todas las cuentas me salieron mal.
Dos y dos son cuatro,
Cuatro y dos son seis,
Seis y dos son ocho
Y ocho dieciséis.
Y ocho veinticuatro,
Y ocho treinta y dos,
Ánimas Benditas
Me arrodillo yo.”


Podríamos fijar nuestra atención en otras muchas canciones que glosan la figura del farolero, pero al menos vamos a recordar una, como muestra, la del Tango FAROLERO, de Don Martin:

Empezaste de purrete,
a «chamuyar» por el barrio,
eras sabio entre los sabios,
en el lunfardo al hablar,
el pañuelo era tu «lengue»,
y el pucho siempre en los labios,
y tu voz era de tango,
de tango que era «gotan».
Tu voz sonaba bien fuerte,
al tango los desarmabas,
en la barra te llamaban,
corazón del arrabal,
los muchachos te aclamaban,
y todos sabían quererte,
y conquistabas la gente,
por tu pinta de bacán.
Hoy sos todo un farolero,
del tango te has olvidado,
por radio cantas boleros,
o la música go-go,
y caminas apurado,
haciéndolo al trotecito,
y se te ven dos tajitos,
en tu saco de botón.
Te llaman la voz de crema,
cuando te están anunciando,
y en vez de escucharse un tango,
solo se oye un suspirar,
te vas desinflando solo,
como si pidieras lento,
aire, mucho aire,
para poder respirar.
 

                                        

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