1. EL CAPADOR

1.    EL CAPADOR



Algunos de vosotros me diréis:

-¡Pues vaya! ¡Con buen oficio empezamos!

-Bueno, no hay que preocuparse, que la cosa no afecta a los humanos.

Quienes tengan ya una cierta edad, y tuvieron la suerte (“buena o mala”) de nacer y pasar su infancia en una aldea, pienso que como yo tendrán grabado en su mente aquel sonido característico que de vez en cuando se oía por las mañanas por las calles del pueblo, sonido que salía de una especie de “chiflo” que iba tocando un señor ambulante que anunciaba con ello que acababa de llegar: era el capador.

Parece ser que era bastante común que cuando los niños del pueblo escuchaban el chiflo del capador, les entraba tal miedo que enseguida toda la chiquillada corría a esconderse y no volvían a aparecer hasta que se iba, para que no les hiciese lo mismo que a los cochinos. Esto tendría su cierta lógica, claro está. Seguro que alguna vez, alguno de sus padres les amenazó cuando se portaban mal con que venía “el capador”. En otras partes las amenazas son o han sido en otros tiempos todavía peores, a mi entender. Es conocido que en los Países Bajos, por ejemplo, la amenaza más común de los padres a sus hijos cuando no están contentos con su conducta es o ha sido, la de “que viene el Duque de Alba”.

Comenzaremos explicando en qué consistía ese aparato con el que el capador anunciaba su presencia: Era el “castrapuercos o castrapuercas”, que de ambos modos lo vemos aparecer a través de los siglos en la literatura, y que Sebastián de Covarrubias (1611) lo define como «instrumento a modo de flautilla que toca el que tiene el oficio de castrar», es decir, el capador. De hecho, vulgarmente lo llamaban «capapuercas». Con él se anunciaban cuando recorrían los caminos ofreciendo sus servicios quienes se habían consagrado a ese oficio. El instrumento, era muy parecido en forma y función al que hasta hace un tiempo era habitual ver en manos de afiladores gallegos. El castrapuercos se componía de cinco o seis tubos de caña, unidos unos a otros, de confección casera, que le daba un toque distinto para diferenciarse del afilador.

Y entrando ya en el fondo de la cuestión, el de capador era un oficio ambulante, que se desarrollaba en una temporada de cuatro meses, de febrero a junio, cuando se compraban los cerdos para cebarlos, en la que recorrían los pueblos, al igual que los afiladores, con sus herramientas típicas: tenazas, cuchillos, navajas y el chiflo, con el que anunciaban su llegada a los pueblos.

Podríamos decir, sin temor a equivocarnos mucho, que un capador tipo, solía ser lo que vulgarmente llamamos “culo de mal asiento”, y por eso iban de pueblo en pueblo. Estos profesionales solían nacer en familias humildes, como casi todos por esas épocas de los tres primeros tercios del siglo XX. En esos tiempos, si en un pueblo había un capador que alcanzaba ya la senilidad y deseaba que alguien aprendiera ese oficio que se perdía con su retirada, el anciano estaba dispuesto a enseñarle toda su ciencia al respecto. Los conocimientos de un capador se transmitían por la experiencia y de viva voz y estaban vetados a las mujeres. Por tradición, el capador era hijo o amigo de capador y aprendía con él a sujetar al animal, a cortar, a extirpar y a coser. "Sin más libros para aprender que los ojos y la práctica". Bien es verdad que, con los años, se exigió obtener un certificado que facilitaba una Facultad de Veterinaria. Allí se sometían a un examen teórico y a una prueba práctica que consistía en la castración de un animal delante de los veterinarios.

En tiempos pasados, las zonas rurales solían estar plagadas de casas labriegas y ganaderas. Capar a los animales tenía, entre otras, la función de mejorar la calidad de las carnes destinadas al consumo humano. No resulta raro, pues, que en cada zona hubiera personas especializadas en ese menester. La verdad es que, muchas veces, ni siquiera era un oficio remunerado, pero pasaban un rato agradable haciendo una buena obra, tomaban unas copas, eran invitados a comer, y luego, a lo mejor se llevaban las criadillas para el consumo propio o repartirlas entre las amistades, y con eso ya se daban por satisfechos.

A los caballos, por ejemplo, se les cortaban los testículos para que se relajaran y engordaran, pasando a llamarse desde entonces “jacas”. Los toros, como hemos indicado, eran capados para utilizarlos como cabestros o para tirar de las carretas, convirtiéndose en “bueyes”. Los cerdos para que sus carnes fueran más sabrosas. Los pollos al ser castrados se hacían más grandes y sabrosos, denominándoseles “capones”.

Pero la castración más normal era la de los “cerdos”. Cuando comenzaban a reponerse los cerdos en las casas era preciso caparlos, pero por desgracia era algo que no todo el mundo era capaz de hacer. Entonces, si por la mañana, sonaba el chiflo, esa era la señal de que llegaba el capador. Enseguida era acompañado a la cuadra en cuestión por el vecino que lo requería, y acto seguido “sacaba del bolso de su chaqueta, que solía ser de cuero negro, una navaja especial 'pal' oficio y ¡zas!, le metía una cortada en las partes genitales, le sacaba los testículos, los retorcía y retorcía y volvía a retorcer, mientras los gruñidos del animal se oían por todo el pueblo, y luego los cortaba, les echaba agua con sal y un poco de aceite. Después llegaron unos polvos blancos y, finalmente, una especie de spray de color morado llamada “mercromina” y les ponía unos puntos de sutura, los soltaba y a correr”. A veces, lo que se practicaba era simplemente una inhibición de la función testicular.

Este quehacer se fue perdiendo cuando los campos se fueron quedando casi vacíos, y cuando toma auge la carrera de veterinario que en adelante se encarga de dicha responsabilidad, eliminando el dolor y el sufrimiento a los animales. Pero no quedará en el olvido que de la práctica de este ancestral oficio nos ha quedado el siguiente dicho: “Cortando huevos se aprende a capar”.

               

En los días posteriores a la castración había que cuidar la alimentación, que tenía que ser muy suave, a base de agua y a lo sumo “unos puñados de salvado”.

Capar al cerdo macho era bastante fácil, lo difícil era castrar a las hembras, que era el trabajo más demandado, cuya operación se practicaba a través de un pequeño corte y mediante el tacto.  Se castraban las cerdas que ya habían parido varias veces y que se iban a cebar después para la matanza, así como los cerdos machos destinados para el mismo fin. Estas operaciones no se podían hacer en los meses de verano, ya que con los calores se podía infectar la herida.

El objetivo principal de la castración en porcino persigue evitar el fuerte olor sexual y sabor “a recio”, como decían, que estaba presente en la carne de algunos machos enteros cuando llegan a la pubertad. Otras ventajas de la castración serían la prevención de la reproducción no deseada en sistemas extensivos, la reducción de los comportamientos agresivos y consecuentes heridas y las conductas de monta, y la posibilidad de fabricar productos elaborados de mayor calidad.

         En aquellos tiempos de primera mitad del siglo XX muchas familias tenían además de cerdos, burras o yeguas que apareadas con burros o caballos daban origen a una cría híbrida, los mulos ‘romos’ o ‘yeguatos’. Los primeros procedían de la unión burra con caballo y los segundos de yegua con burro. Estos mulos en el primer o segundo año de haber nacido debían de ser castrados para que su resistencia y mejor rendimiento en el trabajo se adaptara al deseo de sus propietarios. Y es que, su colaboración para la realización de los trabajos rurales tenía mucha importancia para el sustento familiar, tanta como la que proporcionaba el cochino.

No nos cabe duda de que el oficio de capador sirvió en su tiempo para realizar un trabajo fundamental. Pero hace años que ha dejado de sonar su silbato por nuestros pueblos, ofreciendo un trabajo muy demandado y que no era fácil. En la actualidad los cerdos vienen ya castrados de origen. Y, como otros oficios tradicionales, han ido desapareciendo al mismo tiempo que el siglo XX llegaba a su fin. Por el camino, como iremos viendo, los traperos, molineros, pregoneros o afiladores, han ido dejando paso a nuevas tecnologías y formas de trabajar, sucumbiendo ante los cambios de la sociedad. Y uno de los oficios que también claudicó, prácticamente con el cambio de siglo, fue el de los capadores, cuya función es ahora realizada por los veterinarios principalmente, aunque quede algún capador, pero con ese régimen de auxiliar veterinario. 


Encontramos significativas referencias al oficio de castrador en nuestra literatura, singularmente en la del Siglo de Oro. Y además, en varias de ellas, el motivo principal lo constituye el “chiflo” con el que anunciaba su llegada.  En “El diablo cojuelo”, de Luis Vélez de Guevara, el “castrapuercos” forma parte de una original orquesta, “Pandorga prodigiosa de la vida”, esculpida en el frontispicio de un edificio, a la sazón una casa de locos de la Corte.

 

Pero, sin duda, el episodio más sorprendente de tal instrumento lo protagonizó, cómo no, don Quijote. Así cuando en su primera salida, llegó a la venta que él imaginó “castillo” y ocurrió lo siguiente: “Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción de mal remojado bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía poner nada en su boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía, y ansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas al darle de beber no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino… Estando en esto , llegó acaso a la venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo y que le servían con música, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida”. Pocas veces instrumento tan rústico se vio en tan cortesano contexto.

 

       Encontramos también algunas coplas o cancioncillas que aluden a los pueblos, gentes y lugares, y hacen explícitos algunos estereotipos o prejuicios que gentes de una población tienen respecto a las de otras. La siguiente nombra a varias localidades de provincias limítrofes:

“Chivarreros los de Hornillos,

Capadores los de Isar,

Burros los de Villanueva

                                   y mulos los de Cañizar.”

            Ésta, la hemos recogido del Alto Aragón, y alude al país vecino:

“De esa condenada Francia,

Vienen los oficios nobles:

Amolador de trincheras

Y capador de lechones.”

           Aunque al comienzo hemos hecho alusión a que el oficio en cuestión no tenía nada que ver con los “humanos”, y aunque lo que sigue tampoco tenga una relación directa con el mismo, no nos resistimos a hacer, al menos unas breves reflexiones sobre dos realidades históricas.

          En la primera, nos referimos a los que en italiano se denominan “castrato” o “castrati” (en plural), como se denomina a los cantantes sometidos de niños a una castración para conservar su voz aguda. El término español referido a estos cantantes era “capón” (hoy en desuso, utilizándose la voz italiana). Mediante la destrucción o ablación del tejido testicular se conseguía que los niños que ya habían demostrado tener especiales dotes para el canto mantuvieran, de adultos, una tesitura aguda capaz de interpretar voces características de papeles femeninos.

            Parece que hubo muchos niños que eran castrados por disposición eclesial, para conservar su angelical voz y rentabilizar la inversión que se había desembolsado en su educación musical. Esto se extendió en el siglo XV, cuando se popularizan las prácticas polifónicas, que requieren de voces femeninas, y la mujer no puede cantar en un coro eclesiástico.

      En la segunda, queremos hacer una referencia a esos personajes que tan frecuentemente encontramos en la historia: los “eunucos”, personajes  que han sido privados de sus genitales externos masculinos, bien de manera parcial o total, por emasculación o por evisceración. Esta práctica salvaje que se remonta al año 5.000 antes de Cristo, cuando el hombre mutila los genitales de otro hombre por primera vez, dando lugar al primer eunuco de la historia.

   Simplemente queremos recalcar que la “figura del eunuco”, es una figura alejada del mero castrado, poseyendo un componente social más rico. El eunuco comienza a convertirse en una persona de confianza de las altas esferas, en el protector del harén, en el mediador entre el rey y sus inferiores. A cambio de todo lo que se les quitaba se les concedía mucho poder y muchos privilegios. Ellos, a cambio se convertían en leales hombres de confianza de reyes y emperadores. Gracias a los eunucos se crea un grupo de funcionarios que no pueden dejar sus cargos en herencia a sus descendientes, evitando luchas y conspiraciones por el poder.

   Así continuaron mientras fueron leales servidores y cumplidores de los deseos de sus señores. Pero en el momento que intentaron contravenir las normas que se habían establecido, la concepción del eunuco cambió por completo y dejó de ser el hombre poderoso al lado de los gobernantes.

   Antes de terminar, me gustaría volver a recordar a ese primigenio “castrador”, tocando su “castrapuercos” a primeras horas del día por esas calles solitarias de alguno de nuestros pueblos. Me figuro que si con su música despertaba a algún “baturro somarda” que aún estaba envuelto en sus sueños dentro de su mullida cama, éste no podría por menos de gritarle, con entereza y delicadeza a la vez:

    - “¡Chufla, chufla, que como no te capes tú…!

Y ya, para terminar con optimismo, dejadme que os recomiende que tengáis siempre presente ese dicho tan conocido referido a nuestro protagonista:

“El que más chifle… ¡capador!

  

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